
Nos acostumbramos a todo. Recuerdo que al principio de la pandemia se me hacía inconcebible tener que llevar mascarilla en todas partes. Ahora lo difícil es pensar que dejaremos de llevarla en algún momento. A lo que no me acostumbro es a tener las gafas permanentemente empañadas. Pero qué le vamos a hacer.
En realidad, lo de la mascarilla es casi una anécdota. Imagino que a la gente le proporciona cierta sensación de seguridad y de ser responsables. Si llevas mascarilla, puedes actuar casi con normalidad, como si no hubiera pandemia. Y eso, la verdad, me resulta chocante. ¿Cómo es posible que, si la inmensa mayoría de la gente cumple con las normas de prevención, los contagios continúen disparados?
Yo no tengo ni idea, pero me sigo preguntando por qué, si la manera de detener el avance de una enfermedad contagiosa es evitar la interacción entre personas, y si de verdad es tan importante poner freno a esta pandemia, no estamos todos confinados como aquellas dos semanas en que incluso se cerraron las empresas. ¿No sería esa la manera más efectiva de conseguirlo?
Aclaro que lo último que deseo es seguir viviendo encerrado, pero mis deseos resultan irrelevantes si de verdad (y el de verdad es el matiz clave en todo esto) queremos detener la pandemia.
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