«En algunos momentos hemos sentido que el silencio del mundo era otra forma de aniquilarnos, y nos dolía más que las bombas» 

«Para Israel, un casco de periodista es un objetivo legítimo. Nos cazan». Desde octubre de 2023, el ejército ocupante ha asesinado a más de 250 periodistas palestinos en Gaza, la cantidad más alta de la historia en cualquier guerra, y da igual que los supervivientes, como Youmna El Sayed, lo denuncien, porque Israel goza de impunidad total para hacer lo que quiera. A Wael Al Dahdouh le mataron a su esposa, tres hijos, un nieto y otros familiares durante los primeros meses del genocidio, y a pesar de ello siguió informando desde las entrañas del infierno, hasta que él mismo fue víctima de los drones israelíes. «Fui expulsado del estómago de la muerte. Aún no me creo que esté aquí».

Ambos explicaron su historia el viernes 14 de noviembre en el Unsilence Forum, una iniciativa de la campaña Act X Palestina para reivindicar la paz, la justicia y la democracia frente al autoritarismo, que se desarrolló durante el fin de semana en la sede de CCOO en Barcelona. Con el título «Periodistas como objetivos militares: el precio de documentar los crímenes de Israel en el genocidio en Gaza», la periodista Olga Rodríguez, una de las voces españolas que más atención pone a lo que sucede en Palestina y su repercusión internacional, entrevistó en directo a sus colegas ante una audiencia deseosa de agradecer su labor y transmitirles calidez desde la ovación de bienvenida.

Es la reacción lógica, lo mínimo que cabría esperar ante quienes han vivido un horror que ninguno de nosotros puede imaginar, por muchas imágenes que veamos, por muchos testimonios que escuchemos. Al acabar el acto, inevitablemente demasiado corto —aunque quizá podría haber recortado tiempo a los (algo largos) discursos precedentes—, un buen número de asistentes se acercaban a los invitados para hacerse fotos, y yo no podía evitar pensar que ni Youmna ni Wael habrían deseado nunca, por nada del mundo, ser reconocidos de aquella manera. Esa fama nacida de la tragedia, de la violencia más cruda, del desprecio absoluto por la vida y por los derechos humanos, nadie la desea. Y sé que todos los que se acercaban a ellos lo hacían desde el cariño y la admiración, pero no eran estrellas de cine ni futbolistas famosos, sino víctimas y relatores de un genocidio.

«Lo más difícil para un periodista es convertirse en protagonista de la información», señaló Wael Al Dahdouh. No solo eso, sino que lo han pagado, lo están pagando, con sus vidas y las de sus familiares. «Israel cerró el acceso a la prensa internacional, decidió encerrarnos en Gaza y acabar con nosotros por hacer nuestro trabajo. ¿Por qué se le permite actuar así? Yo he tratado durante décadas de mantener la objetividad, todo el mundo tiene derecho a conocer la verdad, pero Israel nos quiere callados. Aun así, vamos a continuar informando, porque aunque saquemos la bandera blanca nos van a seguir matando», advirtió.

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El elevado coste de ser conscientes de la injusticia 

Europa se rinde de nuevo al belicismo. Pasan los años, los avances tecnológicos nos dejan boquiabiertos, pero hay algo que no cambia: la guerra. Armas más modernas, con el mismo objetivo: matar. La industria armamentística dirige el mundo, y hay que alimentarla para que siga generando dividendos. En vez de recurrir a todos los medios posibles para detener los conflictos vigentes, «nuestros» gobernantes nos avisan de que debemos prepararnos para los que vendrán, de modo que hay que invertir en «defensa»; es decir, en misiles, aviones de combate, bombas, tanques y toda clase de armamento. «Defensa», bonito eufemismo. «La guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es fuerza», escribió George Orwell en 1984, cada vez menos distopía y más profecía. 

Ya hablan abiertamente de una guerra contra Rusia. No basta una década de enfrentamientos en Ucrania —sí, empezaron mucho antes de la invasión rusa, con años de bombardeos y destrucción de la región del Donbass por parte del propio ejército ucraniano—, los malditos intereses geoestratégicos determinan que hay que continuar enviando armas para que la gente se siga matando indefinidamente.  

Uno de los libros más maravillosos que he leído en los últimos años es La vida anterior de los delfines, de Kirmen Uribe (Seix Barral. 2022). En él, el autor relata su investigación sobre la vida de la intelectual húngara, activista por los derechos sociales, Rosika Schwimmer, una mujer excepcional que, entre otras cosas, impulsó el movimiento feminista internacional que luchó con la palabra por detener la Primera Guerra Mundial, y que antepuso siempre su conciencia pacifista a su propio bienestar. 

A finales de abril de 1915, en el Congreso Internacional de Mujeres celebrado en La Haya, Rosika pronunció un apasionado discurso a favor de la paz, en un momento en el que los jóvenes enviados al frente caían como moscas. «Quienes han muerto en el campo de batalla son hijos de todas nosotras. No son personas anónimas, sino hijos nuestros en plenitud de sus vidas, repletos de sueños y esperanzas malogrados; hijos nuestros que ya nunca más podrán sentir el calor del sol sobre sus rostros, ni contemplar la belleza de la luna llena; cientos de miles de jóvenes a los que no les queda nada, y por quienes nosotras debemos darlo todo; por ellos y por quienes no se resignan ante la barbarie». 

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Lo que pienso mientras viajo en tren 

Viajo en tren, de regreso de mi oasis en el inmenso desierto de indiferencia e impostura que está devorando el mundo, como la Nada en Fantasia; acosados por los ladrones del tiempo de la ciudad de Momo, sin que ni siquiera sospechemos de su existencia. 

El Gran Hermano dicta el discurso dominante: «la guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es fuerza», acríticamente interiorizado; y entretenidos por los fogonazos de las pantallas, absortos en la sublimación de nuestra insignificancia sintética, adoradores de la banalidad, como en aquel (inconcebible) mundo imaginado (anticipado) por Bradbury setenta años atrás, asistimos ciegos y sordos al exterminio de aquellos a quienes nunca concedimos el derecho a poseer identidad, a soñar una existencia libre de bombas y abusos. 

Quienes jamás escogerán la píldora que abre los ojos a la realidad, quienes niegan la barbarie o prefieren ignorar los miles de cuerpos destrozados bajo los escombros de sus casas, de las escuelas donde se refugiaban, de los hospitales donde agonizaban, pretenden salvaguardar su conciencia. Pero eso no cambia el hecho de que, al otro lado del Mediterráneo, cada día cientos de sueños infantiles son descuartizados por una máquina de guerra que actúa con saña, alimentada de odio, de racismo, de fanatismo y de los dólares y las bombas del capitalismo despiadado (como si pudiera existir otro tipo de capitalismo…). 

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Voces para no olvidar a Palestina 

«Los palestinos amamos la vida, pero la vida no ama a los palestinos. Parece que seamos zombis». Son palabras de la periodista Asmaa al-Ghoul, exiliada en Francia desde 2016, una de las participantes en la mesa redonda ‘Voces de Palestina’, que tuvo lugar el lunes 27 en el Centre de Cultura Cotemporània de Barcelona (CCCB), coorganizada junto al PEN Català, l’Institut Català Internacional per la Pau y el Instituto Europeo del Mediterráneo (IEMed). Tras la guerra de 2014, en que los bombardeos israelíes mataron a 1263 personas (según la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU), Asmaa al-Ghoul tuvo que esperar un año y medio para conseguir el permiso que le permitió salir de Gaza. «Me fui a Francia para vivir en paz, escribí un libro sobre la libertad y ahora me doy cuenta de que la libertad no es posible para los palestinos»

El libro es A Rebel in Gaza, donde narra sus experiencias cubriendo como periodista los bombardeos sobre la Franja desde 2008, sus enfrentamientos con Hamas por las políticas fundamentalistas que aplica especialmente contra las mujeres y en el que denuncia tradiciones familiares tan terribles como los crímenes de honor contra las mujeres jóvenes. «Gaza nunca ha vivido en paz; como mucho, nos hemos movido en una situación gris. Llevamos 16 años completamente aislados por el bloqueo de Israel, que no respeta ningún acuerdo», explicó.  

Cada una de sus intervenciones apretaba más el nudo en la garganta del público reunido en el Auditorio del CCCB. La desesperanza y la desesperación vestían cada palabra. «Biden y el resto del mundo occidental no nos ven como personas. El terrorismo de Israel no se condena. Netanyahu se refiere a nosotros como animales sin derechos. Nos cortan los suministros básicos y las comunicaciones. ¿Acaso no tengo derecho a saber si mi familia sigue viva?». 

Durante las siete semanas de bombardeos indiscriminados, de ataques a hospitales, escuelas y refugios humanitarios, Israel ha matado a más de 20 000 personas, entre ellas más de 8 000 niños, según el Euro-Mediterranean Human Rights Monitor. «Esta guerra me devuelve a 2014, vuelvo a escuchar el ruido de las bombas y las voces de mis familiares que murieron, y ahora han matado a mi prima y a parte de su familia mientras preparaba la comida». La bomba destruyó el edificio. Tres de los hijos de la prima de Asmaa se salvaron porque habían salido a buscar agua. 

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El precio de los derechos humanos

Los derechos humanos son un privilegio de quienes pueden pagarlos. Todo en el mundo capitalista tiene un precio, incluso las vidas de las personas. Hay vidas sagradas, atentar contra las cuales puede desencadenar guerras, y las hay que no valen absolutamente nada. De hecho, ni siquiera se consideran vidas humanas, de modo que se puede prescindir de ellas por miles, porque en el mercado internacional del precio de la vida no cotizan. De estas, cada día se consumen incontables, sin que ello afecte al rumbo ni al ritmo del mercado, víctimas de la explotación, de la hambruna, de la ausencia de atención médica, de la violencia física y, sobre todo, de la violencia de un sistema insensible al dolor de los miserables. Y, por supuesto, están las vidas que desaparecen bajo las bombas.

En Gaza está en curso un genocidio que, tanto como por su crudeza, duele por la indiferencia que buena parte de la sociedad occidental está demostrando. Reconozco que creía que los gobiernos europeos dirían basta después de los primeros días de bombardeo, aunque ello no fuera obstáculo para que Netanyahu y su corte de fanáticos asesinos siguieran adelante con su plan para arrasar Gaza y completar la anexión definitiva del territorio palestino. Durante estas semanas ha quedado meridiano que, salvo honrosas excepciones, la sociedad israelí está plagada de supremacistas deseosos de borrar del mapa a «esos seres subhumanos que merecen ser tratados como cucarachas».

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No puedo imaginarlo, y sin embargo ocurre

Joseph Goebbels escribía en marzo de 1942 en su diario: «Los judíos del Gobierno General están siendo evacuados hacia el Este. El procedimiento es un poco bárbaro y no es preciso describirlo detalladamente aquí. No quedarán muchos judíos. En conjunto puede decirse que el 60 por ciento tendrán que ser liquidados; quedarán únicamente un 40 por ciento para utilizarlos en trabajos forzados (…). Sobre los judíos cae una sentencia que, aun siendo bárbara, la merecen por entero. Lo que el führer les profetizó por haber arrastrado al mundo a una nueva guerra está convirtiéndose en realidad de la forma más terrible. Pero no es posible mostrarse sentimental en este asunto. Si no combatimos a los judíos, nos destrozarán. Es una lucha a vida o muerte entre la raza aria y el bacilo judío. Ningún otro gobierno o régimen tendría la fortaleza precisa para una solución global del problema (…). Afortunadamente, la guerra nos ofrece una larga serie de posibilidades que no tendríamos en tiempos de paz. Tenemos que aprovecharlas».

Me costaba comprender cómo la humanidad había permitido a la Alemania nazi llevar a cabo el Holocausto. En aquellos años no existían los medios de comunicación actuales, ni teléfonos móviles, ni redes sociales. Hoy en día, sin embargo, podemos saber lo que ocurre al momento en cualquier lugar del mundo. Israel está ejecutando el genocidio del pueblo palestino a la vista de todos, con el patrocinio de Estados Unidos y el apoyo de la Unión Europea. No hacen nada por ocultarlo.

El régimen sionista define a los palestinos como «animales humanos», «seres diabólicos» y cosas tan vergonzosamente parecidas a las que los nazis decían de los judíos. Admiten sin pudor que su objetivo es arrasar Gaza. Todos lo vemos y, en un ejercicio repugnante de hipocresía, se les da vía libre porque es su «derecho a la defensa». El derecho a exterminar un pueblo, el mismo que los nazis se arrogaban respecto a los judíos.

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‘Días de arañas, buitres y ovejas’ llega a las librerías

El 13 de abril de 2023 se ha convertido ya en una de las fechas más significativas en mi vida. Puede que dentro de unos años no la recuerde, pero eso querría decir que la llegada a las librerías de Días de arañas, buitres y ovejas pasó sin pena ni gloria. Así que no, voy a ser optimista y voy a pensar que la seguiré recordando y que cuando lo haga, sobre todo, reviviré la sensación de euforia, salpicada con cierta inquietud y bastante entusiasmo, que me posee ahora, a menos de una semana del feliz acontecimiento.

Debo reconocer que estas sensaciones eran más acentuadas diez años atrás, cuando preparaba la autopublicación de El viaje de Pau, mi primera novela. Pero aquello tenía mucho que ver, también, con la inconsciencia. Como no tenía ni idea del funcionamiento del sector editorial, me creía capaz de todo. De forma que mi euforia era mayor, al estar convencido (alimentado por la ignorancia) de que yo podía cambiar las dinámicas del mercado. Menudo juntaletras pretencioso.

Vale, un poco sí. Pero no me fue mal del todo. Obviamente, no cambié dinámica alguna; sin embargo, la experiencia fue muy enriquecedora, y me permitió aprender todo lo que ignoraba. Sobre esto he escrito de manera casi recurrente, así que no voy a insistir (al respecto, aprovecho para recordar que, junto a Toni Cifuentes, otro osado inconsciente de gran talento, escribimos un librito muy interesante que titulamos Cartas a un escritor, ¿cómo escribir un best-seller?).

Ahora es diferente. Días de arañas, buitres y ovejas es mi quinta novela, así que la ilusión por compartirla con el mundo carece de la frescura inocente de la primera vez, lo cual no tiene por qué ser negativo. Sí es la primera vez que me publica una editorial, Velasco Ediciones, con lo que estoy viviendo y voy a vivir de forma inminente nuevos desafíos. Al final, de eso se trata, de afrontar nuevos retos, de plantearte otras metas y experimentar nuevas aventuras.

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El reconocimiento (o el amor) que nos mueve

Cómo cambian nuestras necesidades de reconocimiento en función de las etapas vitales en que nos encontramos inmersos. Recuerdo cuando me quemaban las ideas en la cabeza y en las yemas de los dedos, y aprovechaba cualquier hueco en la agenda para escribir una nueva entrada en el blog. Continuamente encontraba motivos para aparecer por aquí, convencido de que el mundo «necesitaba» leer mis opiniones sobre casi cualquier tema de actualidad. Fue una buena época; supongo que aún me quedaba la suficiente ingenuidad en el depósito como para creer que el mundo se podía empezar a cambiar desde un rincón remoto de Internet.

También tenía mucha ilusión por dar a conocer mis proyectos personales. Me había aventurado a escribir novelas y autopublicarlas, y me veía capaz de ir a contracorriente en lo que se refiere al mercado editorial. Aunque agotadora, no me puedo quejar de la experiencia. Fue realmente enriquecedora, y me dio la oportunidad de conocer a gente muy maja y muy interesante. Las experiencias (e ilusiones, en todos los sentidos) compartidas se retroalimentan.

El otro día le contaba a una amiga una de mis teorías sobre la humanidad (conforme me hago más mayor, me da por filosofar): todo lo que hacemos en este mundo está movido por la necesidad de reconocimiento. En verdad, creo que le dije «por el amor», pero entre risas y cervezas sonaba menos cursi que aquí escrito. No, en serio, estoy convencido de ello; necesitamos sentirnos queridos, y eso incluye cualquier forma de reconocimiento: unos likes en Instagram, unas decenas de visualizaciones en WordPress, el aplauso de los miembros de un grupo de Whatsapp, y, por supuesto, los equivalentes físicos, que parece que ya sólo importe lo digital/virtual.

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Violencia

El mundo que hemos creado es violento. Nos hemos acostumbrado a la violencia que se impregna en todo, que forma parte de nuestro estilo de vida. Nos hemos acostumbrado de tal manera, que somos insensibles a las atrocidades que aliñan nuestro día a día; la mayoría de las veces, ni siquiera somos conscientes de ellas.

Pero de igual manera que asimilamos la violencia ordinaria, la que deja a personas sin casa y las obliga a rebuscar entre la basura, la que acumula muertos en naufragios invisibles, la que se ceba en mujeres silenciadas y en niños indefensos, la violencia que emana de la necesidad de someterse a la esclavitud laboral, o la que deshumaniza a otros seres humanos para que nos parezca normal que carezcan de derechos humanos; de igual manera que asimilamos la violencia institucional como algo legítimo e incuestionable, esa violencia que se cobra los ojos de los inconformistas o que encarcela, amparándose en la ley, a quienes molestan, condenamos horrorizados la quema de contenedores y la rotura de escaparates.

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El lado positivo de la balanza

Atrapavientos - Cuento y en botella
Las participantes en el taller ‘Cuento y en botella’ enseñamos nuestros álbumes ilustrados favoritos. Foto: Atrapavientos

No sé si de la situación que estamos viviendo va a salir algo positivo. No soy demasiado optimista al respecto; sin embargo, hoy voy a tratar de fijarme sólo en la parte esperanzadora de la balanza, que de la otra ya he escrito bastante en semanas anteriores. En realidad, sólo iba a compartir un relato breve, pero merece la pena explicar de dónde ha surgido y, de paso, referirme a esa parte buena de la balanza.

En este blog ya he escrito sobre Atrapavientos y sus proyectos de promoción de la lectura y la escritura, especialmente entre los más jóvenes, y de esa maravillosa iniciativa que es Libros que importan, que fue la que me puso en contacto con la entidad maña. Lo mejor de aquel descubrimiento fueron las amistades que surgieron de él, de ésas que uno tiene la impresión que son de (y para) toda la vida, y la promesa de proyectos en común, de ésos que ilusionan.

Pues bien, no diré que gracias al coronavirus esos proyectos se han puesto en marcha, pero sí es cierto que la situación extraordinaria que vivimos ha sido quizás el detonante para «lanzarnos a la piscina». La cosa es que Atrapavientos ha reunido a un grupo de profes geniales, con un punto significativo de inconsciencia, una atractiva pizca de locura y amor incondicional por la literatura, para poner en marcha una amplia y seductora oferta de talleres on-line de escritura creativa. Seguir leyendo «El lado positivo de la balanza»