Los derechos humanos son un privilegio de quienes pueden pagarlos. Todo en el mundo capitalista tiene un precio, incluso las vidas de las personas. Hay vidas sagradas, atentar contra las cuales puede desencadenar guerras, y las hay que no valen absolutamente nada. De hecho, ni siquiera se consideran vidas humanas, de modo que se puede prescindir de ellas por miles, porque en el mercado internacional del precio de la vida no cotizan. De estas, cada día se consumen incontables, sin que ello afecte al rumbo ni al ritmo del mercado, víctimas de la explotación, de la hambruna, de la ausencia de atención médica, de la violencia física y, sobre todo, de la violencia de un sistema insensible al dolor de los miserables. Y, por supuesto, están las vidas que desaparecen bajo las bombas.
En Gaza está en curso un genocidio que, tanto como por su crudeza, duele por la indiferencia que buena parte de la sociedad occidental está demostrando. Reconozco que creía que los gobiernos europeos dirían basta después de los primeros días de bombardeo, aunque ello no fuera obstáculo para que Netanyahu y su corte de fanáticos asesinos siguieran adelante con su plan para arrasar Gaza y completar la anexión definitiva del territorio palestino. Durante estas semanas ha quedado meridiano que, salvo honrosas excepciones, la sociedad israelí está plagada de supremacistas deseosos de borrar del mapa a «esos seres subhumanos que merecen ser tratados como cucarachas».
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