Un bombardeo de las fuerzas desplegadas por la OTAN en Afganistán mató a diez niños y una mujer el sábado pasado en una operación contra los talibanes, que siguen controlando amplias zonas del país, doce años después de la invasión de EEUU. Aunque buena parte de los ejércitos internacionales ya se ha retirado del país asiático, la guerra que inició George Bush como respuesta al atentado contra las torres gemelas continúa. Las víctimas civiles caen con un goteo continuo; los eufemísticos daños colaterales que en realidad significan el asesinato a sangre de fría de niños y personas como tú y como yo, que no entienden de guerras, que sólo pretenden sobrevivir de la manera más digna posible.
Yo me pregunto si los militares que participan en estas operaciones pueden dormir tranquilos. No voy a entrar a valorar la necesidad o no de una guerra como la de Afganistán (o la de Irak, ya que estamos), pero podríamos considerar si los “daños colaterales”, que se traducen en decenas de miles de víctimas civiles, compensan el supuesto beneficio que la ciudadanía de estos países está obteniendo gracias a la intervención. Una de las conclusiones que saco es que la vida de un niño afgano vale infinitamente menos que la de uno occidental. Sí, los responsables de la OTAN piden perdón de vez en cuando por estos “terribles errores” (hace unas semanas mataron a otros dos niños a los que confundieron con insurgentes) y, hala, la conciencia tranquila.
En el mundo de hoy en día, en pleno siglo XXI, lamentablemente la vida de los “desgraciados” a los que les ha tocado vivir en países olvidados por el “primer mundo” o de los que sólo se acuerdan cuando corren peligro sus intereses comerciales, como cualquiera de la África subsahariana y Oriente Medio, no vale nada. En Palestina mueren jóvenes cada dos por tres por disparos de soldados israelíes que, por supuesto, actúan en defensa propia… En esos países olvidados del corazón de África se “recluta” a niños soldado con la misma facilidad que usamos y desechamos un pañuelo de papel. Sus historias son terribles, pero nos parecen sacadas de una película. Demasiado lejanas para ser tenidas en cuenta. Demasiado trágicas para pensar en ellas. Demasiado reales.
La semana pasada la Asamblea de las Naciones Unidas aprobó por amplia mayoría un Tratado Internacional que regulará el comercio de armas, un triunfo de la sociedad civil agrupada en torno a la coalición Armas bajo Control, que lleva muchos años luchando por la regulación del que es uno de los negocios más lucrativos a nivel mundial. Los Estados miembros de la ONU han necesitado siete años para llegar a un acuerdo respecto al contenido del documento que, en teoría, impedirá la venta de armamento a organizaciones terroristas, señores de la guerra y países que vayan a hacer un mal uso de él. Y digo en teoría porque mucho me temo que el control de esas transacciones no vaya a ser efectivo. Son los propios Estados los que deberán llevar el registro de las operaciones y determinar cuándo son legítimas/legales y cuándo no. La pregunta es: ¿vender armas, por ejemplo, a Arabia Saudí está dentro de los términos que el tratado considera aceptables?
En cualquier caso, con tratado o sin tratado, ¿para qué sirven las armas? ¿Para qué sirven un carro o un avión de combate? ¿Y un lanzagranadas? ¿Y unos misiles? ¿Y un rifle de asalto? “Para defenderse” dirían los responsables de la industria armamentística o “para disuadir a quienes estén tentados de atacar”… Para matar, digo yo. Sin eufemismos, sin medias tintas. Las armas sirven para matar, y eso es precisamente lo que hacen, contándose las víctimas por centenares a diario.
España es una gran potencia mundial, tanto vendiendo como comprando armamento. De hecho, la industria armamentística española es muy importante, y el propio gobierno español le adeuda la nada despreciable cantidad de 32.000 millones de euros. La mayor parte de ese dinero a cuenta de mercancía, de armas, de máquinas de destrucción, de las que reparten muerte en tierras tan lejanas como Afganistán y entre los niños que sacrifican a diario los señores de la guerra en el corazón de África, que todavía no han sido fabricadas.
Así que, mientras que la inversión en sanidad, educación, cooperación internacional y en la atención a los usuarios de la Ley de la dependencia está siendo recortada con guadaña, el gobierno aprueba partidas extraordinarias para que Defensa pueda cumplir religiosamente con los pagos que se adeudan a la esforzada industria militar. Algo parecido ocurre con los pagos a los “mercados” internacionales a cuenta del rescate bancario. Ante todo, lo más importante e irrenunciable, el pago de las deudas. De la atención a las personas, pues si queda algo ya hablaremos.
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