El paraíso en la tierra

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Cuando decidí ponerme a escribir mi primera novela era irremediable que buena parte de la acción se desarrollara en el Valle de Pineta. No sólo eso, sino que además el paisaje iba a ser un elemento central en la trama, un personaje más.

La primera vez que estuve en Pineta fue en verano de 1980. Tenía 6 años. Mis padres eran militantes muy activos en la asociación de vecinos del barrio obrero donde vivíamos: Sant Crist de Can Cabanyes, en Badalona. Tenían buena relación con otros matrimonios igualmente activistas, y aquel verano alguien propuso pasar las vacaciones en una zona de acampada libre en el Pirineo Aragonés, en el municipio de Bielsa.

Salimos de noche. Por aquel entonces las carreteras no eran lo que hoy y pretender llegar al corazón del Pirineo, unos 400 kilómetros, significaba invertir muchas horas. Recuerdo aquel viaje porque en algún momento de la noche paramos a dormir junto a la carretera. Por supuesto, dentro del coche. Los cuatro: mi madre, mi padre, mi hermano dos años menor que yo, y un servidor. En un 127 lleno a reventar.

Siempre me he preguntado, y no existe respuesta racional, cómo era posible que en un coche tan pequeño cupieran cuatro personas e infinidad de cacharros que para transportar hoy día sería necesario repartir entre dos vehículos. Lo único que se me ocurre es que mi padre era un maestro del Tetris.
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Bien. A la mañana siguiente llegamos a nuestro destino: una pradera que era una animada fiesta de colores, rodeada de bosques y de unas montañas enormes que, en pleno agosto, mantenían placas de nieve. Era un espectáculo inconcebible para un niño de ciudad.

Aquellas vacaciones fueron inolvidables, igual que las de los 25 años siguientes. La cita con Pineta era ineludible. Aquellas dos semanas viviendo en plena naturaleza, todo el día al aire libre, las llegué a sentir como una especie de medicina indispensable para «sobrevivir» el resto del año.

Desde hace algunos veranos no se puede acampar. La cosa se había desmadrado bastante y si en los primeros años las tiendas casi que se podían considerar adornos estéticos alrededor de la pradera, con el tiempo aquello se fue transformando en un abarrotado camping de la costa. El hecho de que la estancia fuera casi gratis hizo de efecto llamada para todo tipo de «domingueros» que en buena parte carecían por completo de sensibilidad medioambiental. Además, la acampada se situaba en el límite del Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido, con lo que la actividad frenética del lugar era cada vez menos compatible con la protección de un santuario de la naturaleza tan maravilloso.

Otro factor importante para entender el cierre de la acampada es el hecho de que el vecino más próximo fuera el Parador Nacional de Monte Perdido. Imagino que para muchos clientes no era «adecuado» que al asomarse por la ventana se encontraran con un mar de tiendas de campaña y de roulots.

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Durante todos estos años he disfrutado recorriendo y descubriendo los tesoros que esconde Pineta. Ya aquel primer año hicimos una de las excursiones emblema del lugar: la subida al lago helado de Marboré. Situado a casi 2.600 metros de altura, a los pies del impresionante Monte Perdido, hay años en que conserva helada su superficie incluso en agosto, y es habitual verlo salpicado de pequeños icebergs. Tardamos seis o siete horas en subir, lo cual por una parte tiene mucho mérito, teniendo en cuenta que en la expedición íbamos bastantes niños, pero por otra demuestra la inconsciencia de los adultos que la conducían… «¡Pá’vennos matao!»

Pineta y su entorno para mí siempre serán el lugar más bonito del mundo. La sensación de felicidad, de paz interior, que siento cuando estoy allí decanta la balanza en cuaquier comparación.
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El balcón de Pineta, Marboré y las vistas increíbles sobre el valle y los colosos graníticos que lo rodean; el valle de La Larri y sus cascadas; los verdes llanos de La Estiba; la espectacular cascada del Cinca; la Faja de Tormosa, una deliciosa excursión por las alturas que rodea el circo de Pineta… Hay montones de rutas para sorprenderse y enamorarse de aquella naturaleza salvaje. Y con un poco de suerte podremos conocer a sus habitantes: las escurridizas marmotas, los prudentes sarrios, el majestuoso quebrantahuesos, serpientes de preciosos colores; tritones que sólo habitan las aguas frías y cristalinas; nerviosos lirones…

Tenía que rendir homenaje a la que siento como mi casa, que tan bien me ha acogido siempre. Así que, en parte, eso es lo que significa ‘El viaje de Pau’, un tributo al lugar donde he pasado muchos de los mejores momentos de mi vida.