Las palabras libres de Emilio Lledó

Los libros y la libertad - Emilio Lledó

Estoy leyendo Los libros y la libertad, una compilación de escritos del profesor Emilio Lledó, un hombre fascinado por el poder de la palabra, por el lenguaje, por la capacidad de comunicarse de las personas y, sobre todo, por quienes utilizaron por primera vez las palabras para preguntarse por el mundo intelectual, aquellos que llamamos «los clásicos», y que siguen constituyendo la base del pensamiento filosófico contemporáneo.

A Emilió Lledó tuve el inmenso privilegio de conocerlo en persona hace año y medio, en Gijón, con motivo del III Congreso de Escritores de la AEN – Asociación de Escritores Noveles (muy pronto os hablaré sobre el IV Congreso, que se celebra el mes que viene en el mismo escenario). Fue inolvidable escucharlo y charlar con él. Pero hasta ahora no me había puesto con ninguno de sus ensayos.

Lledó reflexiona sobre la comunicación, y, aunque se trata de una persona muy discreta, que no gusta de los focos y, por tanto, no acostumbra a significarse políticamente, sus palabras son cristalinas. Apenas llevo sesenta páginas, pero estoy tan de acuerdo con lo que he leído hasta ahora (hubiera subrayado prácticamente todo el texto, pero como el libro es de la biblioteca municipal me he tenido que contener), que he sentido la necesidad de compartir algunos fragmentos que son demoledores.

Me pregunto si el pensamiento de Emilio Lledó —tan preocupado él por el destierro del pensamiento crítico de los currículos educativos—, tiene presencia en los planes de estudio de secundaria y bachillerato, sabiendo que la respuesta es no. Y entonces me pregunto por qué no. Después de todo, lo que hace el veteranísimo pensador sevillano es tomar las reflexiones de los clásicos griegos y ponerlas en el contexto actual, aliñando el conjunto con sus propias vivencias y conclusiones. Como suele pasar, nos acordaremos de él después de que haya muerto.

Los libros y la libertad se publicó en 2013 dentro de la colección Ideas de la editorial RBA, si bien algunos de los textos fueron escritos casi veinte años antes. Sin embargo, la realidad es tan tozuda que esas reflexiones están de plena actualidad. Durante estos días en que parece que la ciudadanía recupera las ansias de cambio y las ganas de reivindicar en la calle la justicia social que nos han arrebatado a golpe de decreto ley, no he podido evitar imaginar a Emilio Lledó, micrófono en mano, dirigiéndose a pie de calle a una audiencia multitudinaria. Ahora que las mujeres y las/os pensionistas han tomado el liderazgo de la movilización social, devolviendo la ilusión a una sociedad narcotizada, las palabras del filósofo tranquilo pero apasionado, cariñoso pero firme, son una fuente de inspiración revolucionaria.

Ahí van algunos fragmentos, empezando por una crítica mordaz a los nacionalismos encubridores de tristes realidades sociales:

«Esas imágenes de desterrados son una de las memorias más feroces, más insoportables y, si somos dignos, más inadmisibles de la historia, de nuestra historia. La memoria histórica podrá recobrar los nombres, incluso desenterrar huesos de miles de asesinados pero, desgraciadamente, no podrá jamás recoger ese dolor vivo, ese aire de tristeza y miseria que respiraron aquellos seres humanos poseedores solo de sus abandonados cuerpos.

Abandonar la patria nos permite descubrir cómo esta palabra depende de quien la administra, o de quien nos impone su idea de ella. Las patrias, las naciones, son términos absolutamente vacíos, o repletos de retumbes estruendosos y atontadores, a los que pretenden dar contenido, muchas veces, quienes nos utilizan y nos engañan, aprovechándose de las ignorancias con que, por el abandono de la escuela, de los institutos y universidades, se nos ha alimentado. La patria es algo que cada individuo construye desde la decencia y claridad de su propio ser. Por eso he dicho alguna vez que no deberíamos enorgullecernos por ser de algún sitio, ni siquiera por tener una determinada lengua materna —se puede ser perfectamente imbécil en castellano, en inglés, en vasco, en catalán, en francés—. La lengua materna en la que por casualidad hemos nacido tiene que hacerse lengua matriz, convertirse en lengua propia hecha de libertad, de racionalidad y de sensibilidad.

Esa es la lengua en la que se forja la democracia y que alienta ese concepto que construyó la cultura helenística: filantropía. Amor y amistad hacia los seres humanos, amor a la vida que somos y que nos rodea. Eso implica una tendencia hacia la igualdad que debe constituir el suelo más firme de la democracia».

Lo subrayaría mil veces y, sobre todo, se lo daría a leer mil veces a todos esos patriotas (de la patria que sea) que viven atontados con sus banderas vacías de contenido.

Un tema con el que Emilio Lledó está especialmente sensibilizado es la recuperación de la memoria histórica y la restitución de la dignidad de las miles de víctimas del franquismo. El siguiente pasaje es una bofetada de dignidad contra los indignos:

«No entiendo las dificultades que, en nuestro país, puede tener esa búsqueda de nuestra propia historia, de nuestra historia más reciente de la que yo mismo, en mi niñez, he sido testigo y he padecido. Es curioso, con todas las excepciones que se quieran, que sea una cierta parte del poder que encarnan algunos partidos políticos, o extraños residuos ideológicos, más o menos descendientes de los vencedores, la que pone más objeciones a esa vitalización de la memoria con argumentos tan peregrinos como que se abren las heridas. No se abre herida alguna. El saber realmente lo que pasó no es abrir heridas sino darnos cuenta, al fin, de que la historia es “maestra de vida” y es ella la que nos enseña sus inolvidables lecciones.

De esa memoria aprendemos hasta qué punto puede llegar la irracionalidad, la violencia, la cobardía, la maldad que, en absoluto, es el resultado de esa concepción pesimista de la naturaleza humana, de la vieja, falsa y socorrida teoría del “hombre lobo para el hombre” que propagan, precisamente, los “hombrelobos”. La maldad y la irracionalidad se construyen, se fomentan con variadas formas de reflejos condicionados, se inoculan en las personas a través de la pedagogía de la violencia, de la manipulación que determinados intereses fabrican para mantener bajo su dominio a los cuerpos o a las consciencias.

No es “abrir heridas”, como se repite estos días [da igual cuando lo leas (esto lo añado yo)], el conocimiento de que las hubo, y es un test lamentable que determinados personajes insistan tanto en el olvido. No quiero creer que esa insistencia tenga que ver con un fondo de mala consciencia para no destapar o no reconocer la existencia de esas cicatrices que produjo la inhumanidad de, tal vez, los antepasados de estos desmemoriadores actuales. La mirada de la memoria no abre heridas sino que impide, al conocer al menos las cicatrices, el herir de nuevo».

Contundencia y elegancia irrebatibles. Las mismas que el sabio andaluz utiliza en el último fragmento que comparto para criticar el neoliberalismo y reivindicar el humanismo:

«Rigor y generosidad quiere decir el intentar ir más allá de la posible estrechez partidista, de la pestilencia partidista que, tantas veces, desde la corrupción que la provoca, ciega y atufa los propios juicios y el reconocimiento de que la política es, efectivamente, el desarrollo de lo público, de las ideas que sostienen lo público: un espacio común de individuos obligados, por naturaleza, a vivir en comunidad, a crear, por tanto, comunidad, a inventar solidaridad; en una palabra, convivencia.

Esa lucha por la convivencia es infinitamente más fecunda y real que ese otro concepto, tan manipulado y distorsionado, de identidad. El reciente y vacío mito de la globalización, que parece suponer el principio de una vencedora y gigantesca identidad, se mueve en el más desgarrado —quiero decir destrozado por garras— territorio de otra palabra digna de ser pensada, el mágico término “neoliberal”, que pudiera no tener que ver con libertad, sino con el juego, nada azaroso, de las cartas trucadas, de las armas y los desarmados, del poder y de la impotencia. Lo verdaderamente globalizable, universalizable, es algo que debería estar próximo a los viejos, pero no envejecidos, ideales de la Ilustración, que empezaron a abrirnos hacia horizontes en los que se vislumbraban otras formas de identidad. Porque, en el fondo, somos tan idénticos unos de otros —esa maravillosa expresión nuestros semejantes— que la identidad acaba convirtiéndose en la misma, esencial, categoría de los seres humanos, y unifica a ese indefenso individuo que respira, que digiere, que habla, que ama o, tal vez, que se asfixia, que indigesta, que entontece, que odia. Con todas las variantes que queramos, ese ser singular precisa de los otros, es un “indigente”, como había dicho Platón en la República, que a pesar de todos los fabricantes de odio, de discriminación, necesita de muy pocas cosas, de aire, de luz, de agua, de justicia, de un poco de solidaridad, de igualdad, de esperanza. Solo en los mágicos universos de la fanatización, y los más primitivos sueños tribales, del amigo y del enemigo, de los mejores y los peores, puede hoy predicarse la diferencia. Porque el aire que mueve las banderas de la diferencia, de lo otro, es un aire alentado por asuntos —iba a decir realidades, pero la palabra es demasiado hermosa en este contexto—, por asuntos, digo, tan miserables que, al proclamar y fomentar la segregación y la diferencia, acaban agujereando y agusanando la pretendida identidad».

Aquí lo dejo. Espero que os haya despertado el interés por conocer más sobre el pensamiento de ese joven de noventa años llamado Emilio Lledó.

5 comentarios sobre “Las palabras libres de Emilio Lledó

  1. Hola, buenos días. Me alegra que hayas traído al mundo bloguero a uno de nuestros sabios vivos: no suelen ser cómodos, pero sí muy necesarios. Me permito recomendarte la lectura de ‘El surco del tiempo’, una reflexión que parte del ‘Fedro’, de Platón para adentrarse en la naturaleza de la palabra, la escritura y la memoria. Feliz domingo.

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    1. Gracias, Alfonso. Hay muchos sabios vivos poco conocidos. Lo mejor de ellos (al menos en el caso de Emilio Lledó) es su modestia sincera y sus ganas permanentes de aprender.
      Buscaré el libro que me recomiendas. ‘Fedro’ es una de sus (muchísimas) obras de referencia. Cuando tuve la inmensa fortuna de conocerlo en Gijón, llevaba un ejemplar.
      Un abrazo.

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