Érase un Estado que no creía en la educación

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Muchos miles de personas han salido a la calle este jueves para reclamar una educación de calidad. Para protestar contra la enésima reforma de la ley educativa y pedir, de paso, la dimisión o destitución del ministro José Ignacio Wert, uno de los personajes más siniestros que haya pasado por el gobierno español. Cientos de miles de estudiantes, maestros, profesores y personal de los centros educativos han hecho huelga (otros muchos no), convencidos de que la presión social es necesaria en momentos tan lastimosos como el que estamos viviendo; de que es nuestra única defensa frente a las tropelías que está cometiendo el poder (político y financiero). De momento, lo que han conseguido es que el Consejo de Ministros de este viernes no apruebe la Ley Wert. El PP no quiere echar más leña al fuego de la contestación ciudadana y ha pedido al ministro que busque el consenso para no volver a aparecer solos en la foto. Después de todo, tratándose de una reforma ideológica sin aparentes implicaciones económicas, no hay tanta prisa por aprobarla.

En Catalunya la protesta también se dirigía hacia el Govern de la Generalitat. Desde el retorno de CiU al poder los recortes en educación y sanidad han sido una constante que nos está dejando en paños menores en pleno invierno. La excusa es que “como Madrid nos roba no hay dinero para sostener los servicios públicos”. No dudo que el sistema de financiación de las comunidades autónomas vigente en España es bastante injusto, particularmente con Catalunya, pero no quiero entrar en ese debate ahora. La cuestión es que CiU jamás ha demostrado un amor especial hacia la educación pública, ni durante los tropecientos años de la era Pujol, cuando nadie oía hablar de balanzas fiscales ni de pacto fiscal, ni mucho menos ahora.

El miércoles el presidente «plasmado» salía de su pantalla protectora para subir al estrado del Congreso. Iba a informar al resto de diputados sobre el nuevo “plan de reformas” del gobierno. Cuando, como cada mañana, encendí la radio y caí en la cuenta de que, efectivamente, Rajoy iba a hablar, me invadió una pereza inmensa de sólo pensar en la posibilidad de escucharlo. Lo intenté. Pensé que mi alma de periodista tenía la obligación de escuchar lo que tenía que decir el presidente de todos los españoles… Aguanté diez segundos. Con las tres primeras palabras tuve suficiente para saber que iba a ser el mismo discurso autocomplaciente, alejado a más no poder de la realidad de la gente de a pie, ajeno a la autocrítica, repetitivo, insulso, vacío… Tuve suficiente para empezar a cabrearme y llegar a la conclusión de que el calentón no valía la pena. Ese señor no tenía nada que decir que pudiera resultarme interesante. No iba a explicar nada que pudiera sorprenderme o darme esperanza. Nada que revelara que está en contacto con la dura realidad de su país y que tiene la empatía necesaria para admitir sus errores y cambiar de rumbo. Es, como lo define la estupenda periodista Rosa María Artal, el rey de los percebes. Aferrado a su roca, inmune a lo que ocurre a su alrededor, inmóvil. Mi sensación respecto a Rajoy, creciente a medida que pasa el tiempo, es que se trata de un personaje anecdótico. Sin duda, uno de los peores calificativos que se puede poner a un gobernante.

¿Qué tiene que ver la huelga de la comunidad educativa con el discurso de Rajoy? Nada… y mucho. El gobierno de España lleva tres años destruyendo el Estado de bienestar a marchas forzadas para complacer las exigencias del sistema financiero europeo (básicamente alemán), cuya portavoz es Frau Angela Merkel. Se reformó la Constitución en tiempo record para garantizar que la prioridad absoluta de las administraciones públicas sea devolver las deudas financieras y eliminar el déficit, con lo cual la inversión en servicios públicos, y por tanto las personas, pasa a un segundo plano muy marginal. Nos han hecho creer que el Estado social es un lujo que ya no nos podemos permitir… pero no quiero ahondar por ahí porque me pongo muy repetitivo yo también.

La cuestión es que en este país ningún gobierno ha apostado jamás en serio por la educación. Nunca se ha considerado a la educación pública como una inversión en futuro, como la mejor inversión que se puede hacer en un país. Infraestructuras, mucho ladrillo, pero en 35 años de democracia constitucional ningún gobierno ha mirado más allá de los cuatro años de legislatura. Invertir en educación y esperar resultados es algo a largo plazo, demasiado tiempo para ganar las siguientes elecciones. La educación no ha sido tomada nunca como una cuestión de Estado, y así nos encontramos ahora. Cada nuevo gobierno aprueba su parche de rigor que lo único que consigue es empeorar la situación.

En Finlandia el sistema educativo es su mayor y más preciado tesoro. Es un patrimonio de todos los finlandeses y a ningún gobierno se le ocurre modificarlo en base a su ideología política. La población no lo admitiría. Allí una reforma en el sistema debe ser consensuada obligatoriamente por todos los actores que intervienen en el proceso educativo. Saben, y están convencidos de ello, que dar la mejor formación posible a su infancia y juventud (lo que no necesariamente significa aprender raíces cuadradas en tercero de primaria), en las mejores condiciones posibles, es la mejor inversión que pueden hacer para garantizar una sociedad próspera.

Aquí no. Aquí la educación es un gasto, una obligación con la que hay que cumplir, aparentando que importa de verdad, porque lo dice la Constitución. La reforma del artículo 135 perpetrada el 2 de septiembre de 2011 puede parecer poca cosa, pero en mi opinión lleva implícita una carga simbólica de terrible significado: la total supeditación del interés público al interés de unos pocos sujetos privados. La deudas son lo primero, caiga quien caiga. Descanse en paz, Estado de bienestar.

10 comentarios sobre “Érase un Estado que no creía en la educación

    1. ¿Qué sociedad puede aguantar más de un 50% de paro juvenil? Si nos lo cuentan nos creemos que nos hablan de Mozambique, con todo el respeto para los mozambiqueños. ¿Qué futuro les espera a esos jóvenes, muchos de los cuales abandonaron los estudios al calor del ladrillo? Y, por tanto: ¿qué futuro nos espera como país?

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      1. ¿Y a mi que me toca un poquito las narices, con perdón, tanto incapié con el paro juvenil a la hora de quejarnos? Me preocupa más el señor de 50, con una hipoteca a sus espalda y sus «juveniles» en casa, que posiblemente nunca se pueda reincorporar de una forma digna al mundo laboral. Entiéndeme, me preocupa menos empezar a vivir más tarde que morir antes de tiempo con un montón de almas sobre tu espalda. Es una opinión…

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        1. Pues junta las dos situaciones y el cóctel es explosivo. El señor de 50 al que más pronto que tarde se le acabarán los ingresos y le quedará, con suerte, una hipoteca de mierda, y sus hijos bien entrados en la veintena que no encuentran trabajo. ¿Cuál es el futuro de esa familia? Por supuesto, los jóvenes tienen la opción de trabajar de lo que sea por cuatro chavos y largarse al extranjero a buscarse la vida. Pero el panorama, lo mires por donde lo mires, es desolador.
          Para eso estamos aquí, compañera, para opinar. Si estamos de acuerdo en todo esto se pone un poco aburrido, ¿no?

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          1. Si de acuerdo estamos. Es que «paro juvenil» ya me suena a estribillo. La situación desde luego es desesperante. Desconocía que en el carácter «latino» hubiese tanta paciencia como se está teniendo.

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  1. Cuanta más educación tenga el pueblo más se van a dar cuenta de tus errores. Y más se van a revelar y a reprocharte lo que haces mal.
    No les interesa.

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